sábado, 9 de junio de 2012

Lisboa y La felicidad

                                                                      

   En el que espero sea uno de los relatos de mi primer libro de viajes hablo sobre Rumania. El relato se titula: Rumanía o el hogar imaginario. Es curioso porque después de casi dos meses por allá la idea más duradera, la que se me ha quedado adherida a los huesos es la siguiente: Que tenía muchas cosas bonitas esperándome en Barcelona y mi vida no era chunga sino chupi lerendi. El problema fue que la morriña que me acompañó durante todo el viaje se esfumó al poco de llegar porque volvía a estar loco por irme. Me había montado una especie de "mejores momentos" de mi vida en Barcelona y me acabé dando cuenta de que ese ansiado hogar no existía en ningún sitio más que donde guarda el cerebro las ilusiones. Fue duro y bueno para mí. Aprendí que el hogar es una sensación y no un lugar. Al final de cada viaje me ha quedado eso: una o dos sensaciones, un algo íntimo y auténtico que casi nunca se comparte con nadie, una imagen.

    Desde que yo recuerde he tenido cierta tendencia a la melancolía: por la familia o por  lo que sea siempre ha sido así. He de reconocer que la infelicidad y la angustia tienen sus ventajas: hay excusa para todo, nunca se aburre uno, la gente que te quiere está más por ti, y, de alguna manera, uno se agarra al dolor como el náufrago a su tabla, haciéndole sentir a uno especial, diferente. Siempre quise ser diferente y especial. La tristeza es un traje que va con todo, como el negro. La gente triste y conflictiva siempre me ha parecido más interesante que los felices, que la gente adaptada, que los que forman parte, que los otros.

   Para cada uno la felicidad es una o varias cosas diferentes, para mi es estar tranquilo, en paz, ni más ni menos. Por muchos años creí que ser feliz era hacer grandes cosas pero las victorias que importan son las íntimas, las pequeñas. Dejar de escuchar al caldero que bulle en mi interior. Disfrutar de la belleza que nos rodea. Hacer que el pasado difuso y el futuro incierto no ocupen ni un sólo segundo del día de hoy. Sólo hoy. Ser presente es ser sabio. Ser inmortal es no pensar en el tiempo. Ser feliz es no desear ser otro.

   Rara vez he escrito en este blog aspectos del viaje de los de fuera, sino de los de dentro, o mejor dicho, de los que después de haber visto,  olido y saboreado por ahí me he dedicado a cavilar, a barruntar, a sentir. Viajar es una mina en este sentido: se ve más, se siente más, se saborea más que en lo que hemos venido a llamar con cierta retranca: vida normal. El caso es que me iba a poner a escribir sobre Lisboa, y fiel a que lo que importa es lo que pasa dentro de uno y no fuera lo que tengo que contar sobre Lisboa es bien sencillo: He pasado tres días con Almudena allá y he sido feliz. Se me hace raro por la falta de costumbre pero ha sido así. No hemos hecho gran cosa y a la vez lo hemos hecho todo: hemos comido, hemos paseado,hemos curioseado, hemos dormido juntos, nos hemos reido un montón, hemos tomado un ferry que nos ha llevado a ningún sitio, nos hemos sentido bien... Pues eso, que se acabaron los trajes negros. Y los hogares imaginarios. Toca disfrutar de la vida. Ya.

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